Experimentos con la
verdad
Paul Auster
13
Un número equivocado inspiró mi
primera novela. Una tarde estaba solo en mi apartamento de Brooklyn, intentando
trabajar en mi escritorio, cuando sonó el teléfono. Si no me engaño, era la
primavera de 1980, no muchos días después de que encontrara la moneda de diez
centavos frente al Shea Stadium.
Descolgué, y al otro lado de la
línea un hombre me preguntó si hablaba con la Agencia de Detectives Pinkerton.
Le dije que no, que se había equivocado de número, y colgué. Luego volví a mi
trabajo y me olvidé de la llamada.
El teléfono volvió a sonar la
tarde siguiente. Resultó que era el mismo individuo y me hacía la misma
pregunta que el día anterior: «¿Agencia Pinkerton?» Volví a decirle que no,
volví a colgar. Pero esta vez me quedé pensando qué hubiera sucedido si le
hubiera respondido que sí. ¿Y si me hubiera hecho pasar por un detective de la
Agencia Pinkerton?, me preguntaba. ¿Qué habría sucedido si me hubiera encargado
del caso?
A decir verdad, sentí que había
desperdiciado una oportunidad única. Si ese individuo volviera a llamar, me
dije, por lo menos hablaría un poco con él e intentaría averiguar qué quería.
Esperé a que el teléfono sonara otra vez, pero la tercera llamada nunca se
produjo.
Después de aquello, empecé a
darle vueltas a la cabeza, y poco a poco se me abrió un mundo lleno de
posibilidades. Cuando me senté a escribir La ciudad de cristal un año
después, el número equivocado se había transformado en el suceso crucial del
libro, el error que pone en marcha toda la historia. Un hombre llamado Quinn
recibe una llamada telefónica de alguien que quiere hablar con Paul Auster,
detective privado. Tal y como yo hice, Quinn responde que se han equivocado de
numero. A la noche siguiente, pasa exactamente lo mismo: Quinn cuelga otra vez.
Pero, al contrario que yo, Quinn tiene otra oportunidad. Cuando el teléfono
suena la tercera noche, Quinn le sigue el juego al que llama, y se hace cargo
de la investigación. Sí, dice, yo soy Paul Auster: entonces comienza la locura.
Quería, sobre todo, permanecer
fiel a mi primer impulso. Si no me ceñía estrictamente a la verdad de los
hechos, escribir ese libro carecía de sentido. Así que debía implicarme en el
desarrollo de la historia (o implicar a alguien que se me pareciera, que se
llamara como yo), y escribir sobre detectives que no eran detectives, sobre
suplantación de personalidad, sobre misterios irresolubles. Para bien o para
mal, sentí que no tenía elección.
Muy bien. Terminé el libro hace
diez años, y desde entonces me he dedicado a otros proyectos, otras ideas,
otros libros. Pero, hace menos de dos meses, descubrí que los libros no se
terminan nunca, que es posible que las historias continúen escribiéndose a sí
mismas sin autor.
Estaba solo en mi apartamento de
Brooklyn aquella tarde, intentando trabajar ante mi escritorio, cuando el
teléfono sonó. Era un apartamento distinto del que tenía en 1980: otro
apartamento con otro número de teléfono. Descolgué el auricular y, al otro lado
de la línea, un hombre me preguntó si podía hablar con el señor Quinn. Tenía
acento español y no reconocí su voz. Por un momento pensé que era un amigo que
quería tomarme el pelo. «¿El señor Quinn?», dije. «¿Es una broma o qué?» No, no
era una broma. Aquel hombre llamaba completamente en serio. Quería hablar con
el señor Quinn, y me rogaba que le pasara el teléfono. Le pedí, para estar
seguro, que me deletreara el nombre. Tenía un acento muy fuerte, y yo esperaba
que quisiera hablar con el señor Queen. Pero no tuve tanta suerte: «Q-U-I-N-N»,
respondió el hombre. Me asusté y, durante unos segundos, no pude articular
palabra. «Lo siento», dije por fin, «aquí no vive ningún señor Quinn. Se ha
equivocado de número.» El hombre se disculpó por haberme molestado y colgamos.
Esto ha sucedido de verdad. Como
todo lo que he escrito en este cuaderno rojo, es una historia verdadera.
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